
Aunque por entonces ya había yo publicado unos cuantos
libros y las ventas de estos libros —como diría un experto— me habían devengado algún dinero, confieso que no supe a ciencia cierta de qué iba eso de la
propiedad intelectual hasta que entré a trabajar en la administración pública. En efecto, fue en el área de Cultura del
Ayuntamiento de Barcelona, en las postrimerías del pasado siglo, donde descubrí que los llamados
productos culturales no sólo valían lo que se pagaba por ellos, sino también lo que en apariencia no se pagaba.